lunes, 16 de febrero de 2009

"Los imaginarios de la fotografía" a través de Serge Tisseron

Me gustaría comenzar esta reflexión demostrando un especial interés que me han suscitado los textos de Serge Tisseron debido a mi fuerte vinculación con la fotografía en mi trabajo, abriéndome nuevas concepciones de mi visión hacia lo fotográfico.

Comentando las ideas que más me han influido de este autor, empezaré por la idea de la transformación o subjetividad de la imagen que comenta Tisseron, es decir, el producir una imagen que una vez representada se convierte en otra a través de la mirada de otros. Me interesa esa idea de que sea el espectador o receptor de una imagen el que la culmine, el que la dote de un significado último.

En mi proceso creativo me gusta jugar con la mirada del otro, que lo que yo represente en una imagen o una serie de imágenes relacionadas entre sí (que es como normalmente trabajo) se conviertan en las historias de otros. Es esa idea de generar imágenes, con tu propia visión del mundo y lo que te rodea para luego abandonarlas para que “otros” las hagan suyas y se apropien de ellas con sus vivencias personales. Es como bien dice el autor, una forma que tiene el espectador de asegurarse su propia existencia.





Box
, fotografía digital, 2007

El siguiente aspecto que atrae a mi atención de Tisseron es el que expone cuando comenta que “la fotografía no debe intentar la integración del mundo sino que, por el contrario, debe constatar su desintegración”. Esa concepción del acto fotográfico como una acción para recordarnos la desintegración de todo lo que nos rodea, de su inevitable desaparición es la esencia misma de la fotografía. Como comenta Roland Barthes en "La cámara lúcida" dejaremos realmente de existir cuando ya no quede una sola imagen en el mundo de nosotros.

La relación que establece el autor entre el placer de la contemplación fotográfica con esa fantasía que nos abarca del deseo de haber estado allí es una relación bastante interesante debido a su alusión de traspasar el tiempo, viajar en él. La fotografía nos permite (y por ejemplo expongo la fotografía de familia) transportarnos aunque sea visualmente a los tiempos de nuestros abuelos, ver el entorno en el que vivían, cómo ha cambiado la ciudad o el pueblo en el que ahora vivimos nosotros, y esa transportación no sería posible sin la fotografía, ya que un edificio o casa antigua puede acercarnos de una forma melancólica a “lo que podría haber sido aquello”, pero no nos ofrece una visualización de cómo eran sus habitantes, o con qué objetos de relacionaban, con qué herramientas contaban para el día a día. Si un edificio antiguo nos ofrece parte de esa información la fotografía nos ofrece más que eso, nos ofrece un sentimiento del tiempo con respecto a la casa, los objetos y las personas que una vez estuvieron allí.

Creo que los conceptos de huella y rastro remiten muy bien a lo que tiene de “personal” la fotografía. La fotografía documental podría ser un ejemplo de huella fotográfica, pues registra un hecho, una acción, un testimonio, un fragmento de la realidad que vemos todos. Sin embargo el rastro es lo que podría denominarse el lado abstracto de la fotografía, es decir, son elementos externos a lo puramente formal. Serían aquellas fotografías que nos producen ese Puctum del que Roland Barthes hablaba, “ese algo” de la imagen que nos produce un pellizco en el estómago. Puede ser una atmósfera, un elemento extraño o siniestro a la manera freudiana, una determinada luz, una pose, un instante mágico o sorprendente, un encuadre, una composición, una sombra…


Un ejemplo de este lado abstracto de la fotografía, de este lado que me atrevería a denominar incluso espiritual de construir fotografías sería el ejemplo que utiliza Tisseron sobre la fotografía en la que Barthes “encuentra” a su madre, “cuando se reencuentra con ella”. Esa comunicación que Barthes mantiene con su difunta madre a través de una fotografía en la que aparece ella y con una edad con la que Barthes nunca la conoció es ese lado espiritual de la fotografía a la que me refiero, en cómo en una imagen alguien puede encontrar algo tan complejo como la esencia de una persona. El Puctum de esa fotografía de su madre es su madre misma, no la madre-cuerpo sino la imagen, el sentimiento y el apego que tenía Barthes de su madre.

La idea del estilo fotográfico es uno de los principales alicientes de un buen fotógrafo. Lo realmente interesante no es reconocer a un fotógrafo en su fotografía, sino reconocer una fotografía de un fotógrafo. Es la búsqueda y construcción de un lenguaje propio (¿y acaso no toda creación se basa en la creación de lenguaje?) se registra, se capta mirando, no viendo. Debemos reconocer al fotógrafo en la imagen, ya sea mediante una luz, unos objetos que se repiten en la obra de ese fotógrafo, mediante la composición o los ambientes construidos. De alguna manera cada fotografía, si se ha realizado mirando, es un autorretrato.

Me ha llamado especialmente la atención las paradojas que comenta el autor relacionando fotografía y muerte, como por ejemplo el hecho de que los líquidos que se utilizan para revelar el papel fotográfico hayan sido utilizados por los antiguos egipcios para el acto de embalsamar. Esa relación produce más de un escalofrío, pues la relación que mantiene la fotografía con la muerte en este caso se podría decir que es más que directa. O el juego de palabras de el revelado con la revelación divina que no dejan de ser meros juegos etimológicos, pero son fuertes impulsadores de metáforas bajo mi punto de vista.

Me gusta la definición de la cámara fotográfica como depredadora. Las mismas definiciones para hablar de la acción fotográfica se relacionan con lo agresivo, como cuando hablamos del disparador, pues la misma palabra alude al asesinato, al crimen, a la agresión. Esa visión de la cámara como una depredadora que devora el mundo, que extrae fragmentos de un todo remite a la vulnerabilidad humana. Nosotros podemos ser devorados, al igual que lo hace la cámara con el mundo o la realidad, por la mirada del otro.


Nazaret Umpiérrez del Rio

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